Venia yo este miércoles turbio de finales de diciembre a repetir una obviedad en mi vida. De esas que valen tantísimo la pena repetirse: la música es vida. Todo esto viene a cuento porque ayer se apareció en mi playlist una canción que me estrujó los huesos. Por antigua y melancólica. Por añeja y propia. No sé qué habré estado haciendo yo todos estos años en que esa canción no se me había aparecido en la puerta. Perder el tiempo viviendo, quizá.
La susodicha canción abrió además un baúl de recuerdos que tenía yo ya muy bien arrinconados en el trastero de la memoria. No recuerdo la última vez que escuché algo del disco en vivo “Hola” y “Chau” de Los Fabulosos Cadillacs grabado en aquél ya lejano dos mil uno. Lo que sí recuerdo es que es mi juventud entera. Es, por muchas razones, el disco de mi vida. Ese que me llevaría a una isla desierta a escuchar hasta el resto de mis días si no tuviera otro.
Ayer, mientras manejaba por la carretera y gritaba aquello de que “basta, basta de llamarme así… ya voy a ir, voy a subir… mientras te canto esta canción” … y que “juro, que la cara voy a dar, cada vez, cada vez que alguien te nombre aquí o allá…” (en referencia a Tamara, la hermana fallecida de Vicentico) se me salían los veinte años de distancia que tengo encima. Para recordar que por muchas canas que ya me pinten la barba, sigo siendo aquel escuincle tardío que con una cerveza en la mano se emocionaba por una canción. O por una mujer. O su conjunción. Que para cuento es lo mismo. La música, como la mujer, o la emoción, o la vida misma, son la turbulencia por la que vale la pena despertar con el sol. Y contar los días. He dicho.
¿Recuentos?
Este año no me da para hacer recuentos, me carcome la pereza. La era post covid nos ha arrancado hasta las ganas de ponernos nostálgicos. El encierro nos ha venido a más, pienso yo. Nada de que “carpe diem” y vamos a vivir mejor, a hacerlo todo, a comernos el mundo. Porque pues, no. Siento que la era post covid lo que nos ha hecho es ser un poco más cínicos. Más mundanos y un tantito más pedantes. Y me parece, siendo cabalmente honestos, muy perfecto. Ya nos dimos cuenta de que, aunque nos digan que nos vamos a morir, no vamos a cambiar mucho. Porque, ¿quién tiene el tiempo? Somos la película de Don’t look up en carne viva, en verdad que sí. El encierro nos ha venido a descubrirnos como seres inmutables. Ni la muerte nos asusta. Ni nos asusta la muerte. Qué flojera.
No hay un “nuevo respeto por la vida” ni su chingadamadre (sic), no me vengan con cosas. Sigue siendo el mismo de antes. La misma apatía. La misma desidia. El mismo desinterés. Los mismos problemas de siempre. El “pérate tantito, que mañana lo hago” de toda la vida. ¡Y qué bueno! Que la consistencia es el elemento más necesario para la vida. Ya lo decía Darwin. ¿O era al revés? Venga, que ya habrá un mañana. Si lo hay, y si no también, no pasa nada. ¿En qué estábamos? Ah sí, los recuentos. Decía yo que este año me puse a releer mucho a Lorca. No sé a ciencia cierta porqué, pero quería dar gracias por eso. Que Lorca es todo eso que alguna vez hemos querido decir todos encerrados en un cuaderno. Y ya mejor no decirlo, porque ya está dicho. Gracias por eso. Que nos hemos evitado mucho perder el tiempo. “Verde que te quiero verde. Grandes estrellas de escarcha…” Pues eso.
Y hablando de Lorca, quería hacerles yo una recomendación televisiva. Ahí en Netflix habita una serie que vengo a recomendar mucho. Por fantástica y quimérica: El ministerio del tiempo. Cuenta la historia de una secretaría de estado (y sus agentes) que se dedica(n) a viajar por el tiempo (a través de puertas temporales) y así preservar la historia inalterable, como la conocemos. Policías cuidando que la historia no cambie. Vamos, agentes que van viajando al pasado para lo mismo cuidar que Velázquez termine de pintar sus Meninas, o que Hernán Cortés no agarre la borrachera y efectivamente culmine la conquista sobre los Aztecas, o que Cervantes no pierda el ánimo y así pueda terminar su Quijote. Una joya de realismo mágico casi literaria.
En el episodio final de la serie, Julián (el romántico de los agentes), rompiendo todas las reglas, decide viajar al pasado para así advertirle a Lorca que no debe regresar a Granada, y así evitar su asesinato. A Lorca le mató el franquismo durante la Guerra Civil Española, por “socialista” y “homosexual”. Pudo haber escapado en aquellos días, pero decidió morir en su tierra de pie. Lo mismo sucede en el episodio, mientras escucha versos de su poema “La leyenda del tiempo” cantado a coros por el enorme Camarón, grupo flamenco también para la historia. La escena en sí, son dos minutos de turbulencia emotiva como ninguna. Los hombres mueren, las ideas nunca. Y se me hacen agua los ojos, carajo. Qué escena.
"Entonces, he ganado yo, no ellos. Dejemos las cosas como están” Se cierra el círculo. Julián y Lorca. Lorca y Julián. ♥¡Gracias! ♥#MdTBloodyMary #FedericoGarcíaLorca #LaLeyendaDelTiempo #Camarón pic.twitter.com/XZDaqyBnf4
— Mº del Tiempo (@MdT_TVE) May 19, 2020
En fin, también está aquel disco de Joji y su Glimpse of us que me vino como anillo al dedo. Vaya porrazo de vida. Que forma tan preciosa de encapsular la melancolía. Me ha venido muy bien para enmarcar momentos muy precisos de mi vida hoy. Y si ya estamos aquí, también hablar de This is us, la serie que conocí este año y que me abrió el mundo a la cursilería. Pero vamos, que hacía tiempo que yo ya había descubierto que la vida es esto: contarla. Desde el Boyhood de Linklater que no sentía este porrazo de nostalgia por contar así las cosas. Tan magras. Sin negros o blancos. Sin buenos ni malos. Sin finales felices carajo. Matices, solo matices. Ahí está la vida.
No quiero dejar de mencionar los más de quinientos kilómetros recorridos que ya llevo este año. Porque, por alguna razón, me ha dado por correr mucho en el veinte veintidós. Cosa que encuentro extraña. Ya no digamos los tacos no comidos, y los chocolates no englutidos, que también me ha dado por comer puro brócoli. Envejecer es extraño. Y qué decir de aquel concierto de Café Tacuva, con los que me reencontré también después de diez años. La edad promedio de la plaza de toros rondaba los cuarenta años, por eso, al final del concierto, nadie pidió una canción más. Ya habíamos tenido suficiente. Después de todo, eran más de las once de la noche. ¡A dormir! La próxima vez, comiencen sus conciertos a las seis de la tarde. Ya no estamos para esos trotes.
Por último, y no menos importante, aquella vacación en la madre patria. En nuestro viaje anual por tierras gachupinas, descubrimos los flamenquines y el salmorejo cordobés, que bien merecerían doscientas hojas descriptivas en este pequeño sumario. Pero ya casi dan las seis, y no hay tiempo para ponernos largos. Este año viajamos por Andalucía, y la cosa se puso seria. Tierra de mujeres bravas, gastronomía audaz, y calles para caminarlas. “Sevilla tiene un color especial” Sí señor. Mención especial para la familia española, que este año ha estado más unida que nunca. Sus razones han tenido, y ha merecido mucho la pena.
Pues eso, al final nos ha salido el recuento. Si ya decía yo que por algo saqué el ordenador y la hoja en blanco. Sentarme a escribir es sentarme a contarme las cosas. Porque si no me las cuento se olvidan. Como aquel disco, como aquella canción, como aquella mujer, aquel amigo, aquel viaje, aquella historia. Vamos no perdiendo el ejercicio de contarnos las cosas. Todos los días. No vaya a ser.
No sin antes despedirnos, lo que realmente venía yo a decir, es que aquello de las canciones, como los versos y las ideas, que además de ser adrenalina para el cuerpo, son también cápsulas de tiempo. Como un soneto de Federico, el coro de alguna estrofa o la ola de algún acorde. Este año me he acordado mucho de eso. De abrir el baúl de las memorias para recordar aquello que uno fue, y que sigue siendo. Recordar que uno estuvo vivo. Pasarán otros veinte años más, lejos de aquí, en otros mundos, y aun seguiré sintiendo ese golpe de calor cada que “Siguiendo la luna” se me aparezca en un playlist. Esperemos que así sea.
Este año descubrí que, así como la música, los cuentos o las historias, lo que el tiempo hace es comernos las emociones. Porque a veces se olvidan. Se entierran. Y se dejan ahí en el olvido. El tiempo y la monotonía (ya lo decía Shakira) carcomen las emociones. Así que, tardíamente descubrí, que me da la gana volver a emocionarme. Por aquellas cosas que valen tanto la pena emocionarse: los amigos, la familia, la música, los amores de uno, la mujer, la comida, el vino, la gente, el futbol, los cuentos sin finales felices.
He dejado de querer olvidar las cosas. No sé cómo vaya a salir la cosa.
Vamos viendo.
Sean ustedes y este año despedidos.
¡Agur!
…
Anotación: Lo de “dejar de olvidar las cosas” me vino como rayo de verano en la estación. No es que uno añore por añorar, como si el presente no fuese tan envidiable como el pasado, ya no digamos el futuro. Que yo aquí he encontrado una vida mejor. Llena de nuevas cosas, mejores canciones, potentes amores, y caminos más verdes. La vida es evolucionar, caminar, no mirar mucho atrás, y también ¡tararear otras canciones! Sin olvidar jamás, que se debe morir en la tierra de uno. Sin claudicar. Hay que levantarse con el sol todos los días para verse uno al espejo y decirse un par de verdades. ¿La más importante? La vida también se acaba. ¡Emociónese carajo!
Súbale al volumen.
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