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LA MUERTE DEL HERMANO ROJAS
Relatos
Escrito por Preciado PUBLICADO EL 08/11/2017
LA MUERTE DEL HERMANO ROJAS

Ayer tomé un avión por la tarde. Llegué (creo) pasada la medianoche a darte un beso. A tomarte de la mano -y lo poco que quedaba de tu cuerpo-, abrazado por los huesos. Brotados. Expuestos como mampara de la existencia. Como recordatorio (impune) de lo que somos.

Ayer llegué a medianoche a escucharte balbucear por un paño de agua, y se me escurrió la vida de las manos. Al día siguiente tomé un avión de regreso a casa. Fui a despedirme de ti viejito. A decirte al oído que me hiciste la vida fácil. Que me abriste el camino. Y que no hay más: que te echaré de menos. Cuanto. Tanto.

Un día me jalaste de las orejas y me dijiste que la vida se tiene que trabajar, que nadie te da nada, y que por favor resolviera ese problema de algebra por mí mismo. Sin buscar trampas o excusas. Me dijiste que así la vida sería mejor. Y no te creí. Y me tiré a llorar. Y se lo conté a la abuela. Y aquí estamos (con la cola entre las patas): dándote las gracias. Que el algebra no te resuelve la vida nada. Pero los jalones de orejas sí. Todos.

Y otro día me hablaste de Dios. Y me prometiste que vendría por mi. Y que nada de esto importa. Que la vida y la existencia se resuelven en el másallá. Que lo importante es la palabra del reino. Que se debe seguir ese camino. Y aquí sigo. Intentando creerte.

Me enseñaste (a temprana edad) a cruzar las manos cuando había alimento en la mesa, y a dar gracias. A decir amén. A leer los evangelios de un tal Lucas y un tal Juan. A esparcir la palabra. A llevarla. A desmembrar la metáfora corta esa del versículo y buscar su trascendencia. Me enseñaste que el amor de Dios lo es todo. Que en ese amor se salva uno. Y que la salvación es asequible y que es de todos. Vaya cosa.

Espero que no te tomaras personal mi desprendimiento teológico. Mi alejamiento de Dios. Mi última media vida de no “esparcir la palabra”, de no “leer mis devocionales”, de no dar las gracias por los alimentos nunca. Que nada ha tenido que ver contigo. Espero que no te tomaras a pecho mi desapego familiar. Porque no has cometido error alguno. Esos son míos. Todos míos. Tú tranquilo, viejito lindo. Que mi testarudez es solo mía. Enteramente mía.

Crecí viéndote entrar a una iglesia enorme de cafés columnas y paredes blancas, saludando con tu biblia en mano y la abuela en la otra. Crecí viéndote dar la santa cena con orgullo (no con la humildad dictada). Y crecí escuchando el eco del “Hermano Marcos”. El Diácono. El mástil de la Iglesia Bíblica de Guadalajara. Y también crecí esperándote por las noches. Mientras la abuela subía a ver sus novelas, y su noticiero, y llegabas a una casa sola, a tomar la cena solo. A darle de comer al perro y cerrar el portón de la cochera, y apagar las luces de la cocina, y despedir la noche solo.

Crecí viéndote solo. Casi siempre. En tu estudio. Frente a la computadora o el televisor. Viendo tus historias del Discovery Channel. Con los brazos cruzados y pegado a la pantalla porque no escuchabas nada. Crecí viéndote callado, o asintiendo con la cabeza, arrastrando el sonido de tus llaves por el pasillo. Crecí viéndote con ternura. Porque quizá no te comprendía del todo. Quizá nunca lo hice.

Fuiste, para nosotros: el abuelo. El que todo arreglaba en la casa. El que todo guardaba en un pequeño estudio de la azotea. El que tomaba leche con pan todas las noches. El que se quedaba dormido en la sala o frente al ordenador. El que acompañaba sus frijoles con rodajas de plátano. El primero en irse a la tienda de la esquina por los birotes y la leche, y las cemas y el pan dulce, y lo que hiciera falta en casa. Para nosotros fuiste eso. Todo eso. El que siempre lo supo todo. El que siempre estuvo. El que nunca faltó.

Para los demás fuiste el Hermano Rojas. Para una basta comunidad de cristianos en Guadalajara eso fuiste. Y un tanto de cosas más, supongo. Para otros, para ese mundo del que no conocimos mucho, también fuiste: el maestro Rojas. El coordinador de carrera de Ingeniería del Politécnico. El profesor de la UDG.

Alguna vez, de pequeño, me llevaste a verte dar clases. Tengo un recuerdo muy vago de todo eso porque fue hace tanto y porque fue tan breve. Hoy, frente a tu muerte, lo que más lamento de todo fue no haber insistido más en acompañarte. Me parece que nunca lo hice. Temo -en verdad lo temo- que hayas pensado que nunca nos interesó tu vida. Que nunca me interesó tu vida.

Debí insistir más abuelo. Sí que debí. Y lo siento. Tanto.

Eso nos hace la muerte, ¿sabes? sentir las cosas. Lamentarnos otras. Celebrar algunas. Me parece. Espero, al final de todo esto, que estés allí en ese reino al que tanto oraste y dedicaste tu vida. Con la abuela, y la tía Chata, y tía Teresa, y el Tata, y tío Luis. En verdad que sí que espero eso. Que estés ahí. Que estén ahí. Por favor estén ahí.

Decía ese cuadro de la casa al subir las escaleras que “El Señor es mi pastor” y que “nada me faltará”. Ahí, en ese Salmo 23, me queda mi última esperanza.

Vamos viendo abuelo. Vamos viendo.

Preciado
Escritor. Director Creativo en RUDO AGENCIA. Sobreviviente del sexenio de Calderón. #LastWords: "Bueno, esta balada es sólo para avisarte que en estos pocos días no me tomes en cuenta." M.B.
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