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Las crónicas de Schwebel
Actitud Relatos
Escrito por Preciado PUBLICADO EL 25/12/2019
Las crónicas de Schwebel

Irma (Amézquita), la coordinadora de la carrera, nos citó en su oficina esa tarde para prohibirnos tajantemente reinscribirnos al curso de “Teorías y Técnicas de la Televisión” con el maestro Schwebel. La Universidad de Guadalajara amenazaba con aplicarnos el famoso y temido “Artículo 33”. Sí, el terror de los estudiantes de la UdeG. Para los no conocedores, el célebre artículo 33 de la UdeG significaba la expulsión de por vida de la universidad por reprobar la misma materia en tres ocasiones. Al Juan y a mi nos quedaba ¡un solo strike!.

Fail #1

Leonardo Schwebel entró ese día al aula forrado en un traje sastre azul marino a medida, con un aire de catrín mediático que hasta daban ganas de aplaudirle (nomás cruzó la puerta). Lo bueno fue que nos contuvimos, eso sí, gracias al Lord. Era nuestro primer día del curso de “Teorías y Técnicas de la Televisión” de la carrera de Periodismo, y la primera vez que veíamos al catrín ese (también).

Nomás abrió la boca comenzó a recitar su curriculum vitae como merolico en crucero. Había sido Director de Información del otrora celebre canal de noticias ECO (la versión región 4 de Televisa de CNN en aquellos tiempos) además de ganador de no sé cuántos premios nacionales de periodismo, uno que otro Premio Lo Nuestro, y montón de cosas más. Y bueno, a Leonardo Schwebel le pareció importante aquel día impresionar a un puñado de chiquillos puñeteros antes de comenzar con su clase (cosa que me pareció de muy mal gusto la verdad).

Pasados los primeros 35 minutos de introducción donde se nos explicó quién era, qué hacía, qué había hecho y a dónde iba Leonardo Schwebel, se nos extendió un reto de esos que uno nomás no puede dejar pasar en la vida carajo. El profe, después de decirnos que él “no estaba ahí por necesidad” y de que “él no venía a perder su tiempo, ni a hacernos perder el nuestro”, y que por lo tanto “solo quería contar en ese salón con alumnos dispuestos a darlo todo”, lanzó una oferta enorme (o-fer-tón): 100 de calificación al alumno que levantara la mano, se apuntara en una lista, y no volviera al salón de clases hasta el final del curso.

Así como lo oye. El maestro le lanzaba a sus discípulos un reto de esos como pa valorar la vida en serio. Eso me imagino que era. Un reto existencial bifurcante entre lo bueno y lo malo. El clásico: si no quieres aprender conmigo no pierdas tu tiempo ni el mío, ahí está la puerta, toma tu 100, y ve con Dios. Así, sin resentimientos. Era su primer gran lección del día. Mayúscula lección (claro que sí). La disyuntiva de la vida entre el camino fácil y el camino arduo. Entre lo correcto y lo deshonesto. Efectivamente, eso implicaba ese reto y ahí estaba él, abriéndonos ese horizonte de oportunidades. Regalando calificaciones a costa de la enseñanza. Porque claro, ese era el costo –el temible costo-, partir y no aprender. Qué tragedia, después de todo, it’s all about the journey, ¿qué no?.

Lo bueno fue que el Juan y yo no lo pensamos mucho y nos anotamos en chinga en la listita esa. Bastó una mirada cómplice (de esas tan nuestras) para saber lo que teníamos que hacer. Para tomar el camino correcto ese día. Para saber lo que se tenía que hacer.

Nadie más se paró (eso sí). Supongo que lo vieron como una forma del profesor de comenzar con su evaluación. Una especie de examen inicial para distinguir a los holgazanes de los buenos alumnos. La clásica trampa de la manzana envenenada. Sí, todos los demás compañeros de la carrera en Periodismo conservaron su dignidad intacta. NO TIENEN PRECIO. Son incorruptibles e incomprables y deberían estar orgullosos de ustedes mismos. Yo lo estuve y lo sigo estando. Paralelamente y al mismo tiempo, el Juan y yo -no dándole mucha importancia al «examen» ese- empacábamos nuestros útiles para embarcarnos en nuestro semestre sabático con gastos pagados. Sin vuelta atrás.

Pasamos el semestre entero en la vinatería de Don Pancho (nuestro mejor amigo y padre postizo). Lo de “vinatería” quizá me quedó un poco desmedido. En realidad era un depósito de cerveza venido a menos a unos pocos metros de la entrada de la universidad, que sirvió lo bien de refugio, como de biblioteca, cafetería, punto de reunión o segundo hogar en nuestros años mozos. Don Pancho (el encargado del depósito) fue ese tutor generoso y noble que siempre estuvo ahí, para los buenos y los malos ratos.

A lo mejor perdimos muchas enseñanzas en Técnicas de la Televisión y seguramente dejamos ir conocimientos de alta importancia en teorías de la pantalla chica ese semestre, sí (en verdad que no lo dudo) pero ganamos otros. Con Don Pancho se aprendía mucho de la vida también. Y se aprendía mucho de las cosas que también importan, como la camaradería y la fraternidad, y el valor de la cerveza fría entre amigos. Valores importantes. Muy importantes.

Cual fue nuestra sorpresa cuando nos enteramos que Schwebel, no cumpliendo con su parte del trato (al final del curso), nos había reprobado. Se habían publicado ya las listas con las calificaciones finales y nuestro prometido 100 se había transformado en 50. El Juan y yo estábamos en shock (obviamente), pero asumimos que todo debía ser parte de un malentendido y nos acercamos a hablar con el profe.

Efectivamente, Schwebel nos aseguró que había perdido aquella lista con nuestros nombres del primer día, pero que intentaría arreglar nuestra calificación (como había sido acordado) en el extraordinario. Nada más que decir. Schwebel era un hombre de palabra. Cabal. Íntegro. Irreprochable en cualquier sentido. O eso creímos.

El Juan y yo nos llevamos una derrota garrafal ese semestre. Habían sido publicadas las calificaciones extraordinarias en el SIIAU y nuestra evaluación seguía siendo reprobatoria. Schwebel intentó hacer sus ajustes a destiempo (de los períodos oficiales), y nuestra calificación final estaba escrita ya en números rojos. No había nada que se pudiera hacer.

A veces se gana, a veces se pierde. Lección aprendida.

Fail #2

Nos vimos obligados (el Juan y yo) a repetir el curso de “Teorías y Técnicas de la Televisión” con la generación siguiente a la nuestra. Una vez más, entramos al aula ese día con el ímpetu estoico de cualquier chaval en la universidad con ganas de comerse el mundo. Nada podía salir mal. La vida también es de segundas oportunidades y veníamos a probarlo.

Schwebel entró, una vez más, enfundado en ese traje azul marino que imponía mundo. Esta vez el recital de su curriculum vitae duró muy poco. Una presentación breve, casi humilde. Supongo que lo de impresionar a un puñado de niños puñeteros ya no era tan satisfactorio como solía serlo. No lo culpo.

Sin preámbulos, y antes de darle caña a la piraña, el profe soltó la carnada: “aquí venimos a aprender, no a perder el tiempo, no me gusta perder mi tiempo y supongo que a ustedes tampoco les gusta perder el suyo, si están aquí por una ‘calificación’ se las doy ahora mismo y no tienen que regresar nunca más al curso. Quién quiera su 100, anótese en esta lista y que le vaya bien…” 

El Juan y yo nos miramos fijamente, sabíamos lo que venía después y la decisión era sencilla después de lo vivido. Schwebel había aprendido su lección, nosotros también y era momento de demostrarlo. Sí, nos volvimos a anotar en esa lista. Sin titubear. Sin segundas dudas. Decididos. Serenos. Qué podía salir mal carajo.

Sí, una vez más fuimos los únicos en morder la carnada. Esta segunda generación de periodistas venia también con la dignidad muy intacta. Con los valores a tope. Qué envidia. Una vez más el casting nos había dividido entre alumnos holgazanes (yo diría pragmáticos) y alumnos íntegros. Aun recuerdo la mirada impávida de esos niños en el aula mientras el Juan y yo nos levantábamos de nuestros asientos para anotarnos en esa lista. Atónitos mirando a los rebeldes foráneos que venían a poner el desorden y a corromper a las masas. Qué sensación.

En ese momento, nuestra relación con Schwebel había dado un gran salto de calidad. Se había convertido en el profesor perfecto para nosotros. Ausente, fantoche, pretensioso, hablador y charlatán. Todo lo que el Juan y yo éramos también, pero como estudiantes. Él nos prometía no enseñarnos nada, nosotros prometíamos no interesarnos nunca. Y así nació el amor. Una relación simbiótica que casi nos cuesta la universidad. Vaya historia.

De nuevo, al final del curso, mientras departíamos con Don Pancho al caer la tarde, nos informa una de nuestras compañeras que Schwebel estaba entregando las calificaciones finales. El Juan y yo, sobrados, decidimos no presentarnos. El acuerdo estaba hecho. Los términos habían sido dictados. Qué podía salir mal, ¿cierto?.

Pues nada, todo. Todo puede salir mal cuando -inundados de desinterés- nadie presta la suficiente atención. Una vez más nos vimos traicionados (el Juan y yo). Esta vez se nos había reprobado por no contar con las asistencias mínimas para acreditar el derecho a calificación. Supongo que Schwebel siguió anotando nuestras faltas (de forma absurda), cada vez que nombraba lista al inicio de la clase, y el sistema le marcó (por automático) que no teníamos derecho a calificación al final del curso, dado que, uno requiere del 70% de asistencias para acreditar derecho a ordinario. De nuevo, un error que pudo evitarse si todos los involucrados hubiéramos puesto más atención al asunto.

Esta vez el profe ofreció nuevamente “arreglar” la situación en el extraordinario, pero a cambio de la entrega de un trabajo final especial para acreditar el derecho a calificación extraordinaria. Cosa que, otra vez, me pareció de muy mal gusto. A ver, que ese no había sido el acuerdo inicial y no es de caballeros andar cambiando las reglas a mitad del partido caray. El que se había puesto a anotar nuestras “faltas” por equivocación había sido él. Que también nosotros (el Juan y yo) tenemos nuestra dignidad y nadie va a venir a pisotearla así como así. Era cuestión de valores. De principios y de hombres honorables. ¡Carajo!.

Elementalmente, dado el impase en el que nos encontrábamos, decidimos no presentarnos al examen extraordinario. Faltaba más.

Fail #3

Irma se veía muy mortificada, nos conocía lo suficiente (al Juan y a mi) como para saber que si repetíamos el curso con el maestro Schwebel (una vez más), el desenlace podría ser muy parecido al de los dos semestres anteriores. Después de todo, nos habíamos agarrado ya mucho aprecio los tres. Una especie de amor idílico en total complicidad. Así que, nos prohibió tomar la clase de “Teorías y Técnicas de la Televisión” con él. No confiaba en ninguno de nosotros. Tampoco la culpo.

La amenaza era seria. Nadie volvía del artículo 33 para contarla. El riesgo era, además, innecesario, considerando que estábamos cursando ya el último semestre para la graduación. Nos ofreció tomar la materia con la maestra más barquito de la carrera (ni siquiera recuerdo su nombre), y que ella misma se encargaría de hablar con ella para plantearle la situación. Todo lo que teníamos que hacer era inscribirnos y presentarnos a las clases.

El Juan y yo siempre fuimos hombres de retos. Supongo que, si las circunstancias hubieran sido las idóneas, habríamos repetido el curso nuevamente con nuestro amigo Schwebel, lanzando los dados de la suerte. Aunque, para ese entonces, ya corrían los rumores de que se iría a trabajar al nuevo canal de televisión de la Universidad de Guadalajara.

Repetimos el curso, por tercera ocasión, con la generación más fresca de la carrera. Al Juan y a mi nos miraban con cara de desaprobación. Éramos los vejestorios que ya habían tenido su oportunidad y la habían desperdiciado en múltiples ocasiones. Los rebeldes sin causa que no emocionan. Los clásicos parias. En fin.

Aún recuerdo la impresión de esa primera clase. La maestra (barquito) se presentó y anotó las guías y temáticas del curso entero. Nos dividió en equipos y nos entregó una fecha de exposición. Recuerdo mirar al Juan, con añoranza, sobre el reto que se nos presentaba. Aunque ninguno nunca lo dijo, supongo que ambos esperábamos lo mismo (en esa clase inicial): el reto de la maestra para anotarnos en una lista a cambio de un 100 y no volver nunca jamás. Habría sido lo correcto.

Al final, nos armamos una presentación en el pogüerpoin y aprobamos la clase con ochenta. Y el curso de “Teorías y Técnicas de la Televisión” (que casi nos cuesta la universidad) había quedado por fin zanjado.

…

Sí, la promesa esa del camino fácil casi nos cuesta la universidad (al Juan y a mi). Pero no hay realmente una lección aprendida. Lo único que nos quedó fue el respeto y amor por un profesor que nunca nos cumplió lo que nos prometió. Y ahí hay una enseñanza más honda todavía. Una mucho más útil para la vida. Algo que aún tratamos de replicar en nuestro día a día. El amor por las promesas incumplidas (supongo). La añoranza de lo que pudo ser. De los caminos no caminados. Pero, sobre todo, de los caminos tomados. Sin arrepentimientos.

Non, je ne regrette rien (yo no lamento nada) dice Edith Piaf tan bonito y tan estoico, y pues así, sin lamentos. Esa es la verdadera lección chavales. Sin arrepentimientos. Cueste lo que cueste.

Non, rien de rien

Non, rien de rien

Non, je ne regrette rien

Car ma vie, car mes joies

Aujourd’hui, ça commence avec toi!

 

…

Los años han pasado. El Juan hoy trafica con sueños inconclusos y vive el día a día esperando con ansias el siguiente. Lo mismo puedo decir de mi. A Schwebel lo pueden seguir en su canal de YouTube (dejó la academia y se hizo yutuber). Acá el link.

 

¡Caput!

Preciado
Escritor. Director Creativo en RUDO AGENCIA. Sobreviviente del sexenio de Calderón. #LastWords: "Bueno, esta balada es sólo para avisarte que en estos pocos días no me tomes en cuenta." M.B.
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