Ya pasaron 7 años. Carajo. Por estos días de Agosto se cumplen 7 años de aquél arranque de impaciencia en que agarramos un par de maletas llenas de chamarras pal frío, las fichas del dominó, la baraja, la cafetera vieja esa, la sillita plegable que servía lo bien de buró que de perchero, la caja de herramientas (regalo del –ex suegro), el televisor viejo Samsung de 21 pulgadas y los devedés, y tomamos rumbo hacia los Altos de Chiapas. Habíamos pasado las vacaciones de Semana Santa (un par de meses atrás) en San Cristóbal de las Casas con los amigos, y se nos hizo fácil dejarlo todo (que ni era tanto) para irnos a vivir el sueño chiapaneco (no sabía que existía el sueño chiapaneco). La idea fue mía. Vengo aquí a aceptarlo.
Me levanté un día con ganas de ya no ver a la misma gente, ni de comprar en el mismo Oxxo, ni de visitar los bares de Chapultepec de siempre. Me levanté con ganas de ya no desayunar tacos de barbacoa en La Moderna, ni de pasar los Domingos en el Expiatorio o de tomarme mi cervecita en La Fuente. Me levanté con ganas de ya no verle la cara al Juan (a quien adoro tanto). Me levanté un día sin ganas de Guadalajara –y eso ya es mucho decir. Pero también me levanté con otras ganas (distintas), de esas de las que uno no se arrepiente nunca: ganas de andar. De habitar un espacio y tiempo donde uno se sienta en paz. A gusto. Así me levanté. Con ganas de chingar.
La convencí a ella de que aquél éxodo era la respuesta. De que seríamos felices. De que Guadalajara nos quedaba chicos y de que era tiempo de reclamar lo nuestro. No se lo pensó ni 3 segundos. Empacó la silla plegable esa (que también servía de tocador -ahora lo recuerdo) y un par de artículos que sigo sin entender. Como aquél chorizo de almohada que cargaba para todos lados. O el estéreo ese que ya no sintonizaba ni la hora nacional, o los 40 discos de Julión Álvarez. Así nos fuimos. Con la camioneta llena de las cosas que creíamos importantes. La gente a veces cree que las cosas son importantes. ¡Ja!.
Paramos en la CDMX (cuando todavía era DF) a visitar a mi hermano. Aprovechamos que Román no estaba para dormir en su cama. Como era fin de semana mi hermano nos llevó a La Academia (sí, a esa “Academia”). La Melissa y el Xavier empezaban su noviazgo, la Lolita Cortez estaba en plan grande, el Gavito era todo lo que nos habían prometido y más, y la Yanilen… uff, bueno, la Yanilen qué les cuento. Era lo mejor que le había pasado a la televisión nacional desde Raúl Velasco.
Ella se hizo fotos con todos: con el Agustín, el Chacho Gaitán, el Eduardo Capetillo, con la Bibi. Yo (mientras tanto) le hacía fotos a ella haciéndose fotos con ellos. Una onda muy Velázquez. Después nos fuimos por unos tacos y al día siguiente agarramos camino rumbo a Tabasco. Saliendo de Villahermosa y por la zona montañosa, una tormenta de esas que parecen acabar con el mundo se nos echó encima. Nos estropeó las maletas y el entusiasmo. Subimos la zona de montañas sin poder ver un ápice. Es lo más cercano que he estado a la muerte (no miento). A medio camino, ya en zona de barrancas, una neblina espesa envolvió la camioneta y la carretera impidiéndonos ver. Con solo 1 metro de visibilidad frontal y trasera no podía frenar, porque algún tráiler podía venir por atrás y sacarnos de la autopista, ni podía orillarme, porque podíamos caer en el acantilado. Lo único que podía hacer era seguir de frente. Fueron los 30 minutos más largos de nuestras vidas.
Llegamos a San Cristóbal ya muy entrada la noche. No recuerdo el día ni los detalles. El cansancio era mucho. Pero recuerdo vívidamente el frío recalcitrante. Ese frío de San Cristóbal que te envuelve los huesos y la ropa. Que no se quita ni con chamarra ni la bufanda ni los guantes. Pero que se hace llevadero con un mezcal y una fogata. ¡Ah! cómo amaba yo ese frío con mezcal.
A los pocos días rentamos una cabaña en las afueras del pueblo. Por la Garita, pasando la Iglesia de Guadalupe y rumbo al Arcotete, un parque ecológico. Las cabañas se asentaban en la parte más alta del bosque, por lo que contaban con una vista panorámica del pueblo. No le miento cuando le digo que era la vista más hermosa que había yo visto nunca. Teníamos un pequeño balcón donde me sentaba a tomar el café por las mañanas y a escuchar los pájaros graznar. Eso hacía yo todas las mañanas. Tomar café y escuchar los pájaros graznar. Vaya vida. Además, venia integrada con chimenea (la cabaña). Me compré mi machete y mi hacha y me tomé un tutorial en el YouTube para leñadores aprendices y pues qué les cuento. Me volví leñador. Admito que lo llevé demasiado lejos por un tiempo. Se me salió de las manos y me lo tomé muy en serio. Solo compraba ocote orgánico de Tenejapa, y despotricaba contra los compradores de leños partidos en el mercado por ser muy meinstrims.
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Con el tiempo decidimos abrir un negocio. Nuestra primera idea fue poner una heladería pero fracasamos en el intento. La idea era estúpida. ¿Quién iba a comprar helados con el frío de San Cristóbal?. La siguiente idea fue igual de estúpida así que ni si quiera la recuerdo. Al final, después de algunos mezcales, optamos por entrar al negocio restaurantero. Eso sí, ¡en plan grande!. Nos armamos unas recetas para baguettes (con ayuda del ex suegro) y croasants calientitos, con ensaladas frescas, cafecito y cervecitas y ¡pum!… que nos hacemos empresarios.
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No había locales disponibles, así que decidí hacerle una propuesta al propietario de la única cochera disponible en el andador del centro frente a la Universidad. Lo convencí de convertir su cochera en cafetería y de que nos la rentara por 1 año. La negociación duró un par de semanas. Don Carlos, el patriarca de la familia, no estaba convencido de mis intenciones. Hizo como 85 preguntas y me obligó a entregar certificado de secundaria, preparatoria y acta de policía en original y 2 copias. Al final cerré el trato con el hijo menor, nos tomamos un café y acordamos los detalles. Comencé la construcción al día siguiente.
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Pregunté a los amigos dónde podía conseguir un par de albañiles diestros en el arte de la obra y me recomendaron pararme en la plaza de la Catedral y preguntar por un tal Manuel. Manuel apareció ahí con su 1.55 de estatura con actitud tímida y dudosa. No estaba convencido de mi facha de empresario, me parece. Lo llevé al local y le pedí su estimado:
-¿Cuánto le calculas Manuel?
-2 semanas de trabajo a lo mucho. Yo le cobro $1,500 pesos por semana y $800 para el chalán, y ya usté pone el material.
-Ya estás Manuel, ¿a qué hora empezamos?.
-5 de la mañana estoy aquí.
-No seas mamón Manuel, todo iba chingón. ¿Cómo ves a las 8?.
-Usté es el patrón. Usté manda. *Mirada de desaprobación
-Ta bueno, a las 7.30 pues. Yo llevo el café.
Con la primera paga el chalán desapareció. No volvió más. Regresó tiempo después (eso sí) a ofrecerme una disculpa y una explicación. La disculpa fue porque agarró la borrachera toda la semana (con su paga) y hasta de su casa me lo habían corrido. La explicación fue inmejorable y francamente lo valió ¡todo!. Me contó, a corazón abierto, que no podía volver más a trabajar porque sería traicionarse a sí mismo. Que lo que él realmente quería era dedicarse a la música. Que ya se había comprado su acordeón y que incursionaría en el mundo de los corridos. Que ALV con la albañileada y que pues, ya tenía su trío. Su vocación era el trío ranchero en lengua tzotzil.
-Bueno José, te entiendo. A ver si te vienes a la inauguración a echarte el palomazo.
-Todavía no sabemos tocar Don Héctor.
-Ah caray, ¿y esto lo sabe tu señora?.
-Sí. Está muy enojada.
-Pues no es para menos José. Hay que pagar las cuentas.
-Mi amigo dice que nos van a contratar para las fiestas de la comunidad.
-¿Así sin saberse una canción?.
-Es que conoce al de la iglesia.
-Ni hablar. Estaba escrito en las estrellas José. Suerte.
Manuel soltó una carcajada simplona. Después me preguntó si sabía hacer “la mezcla”. No hay tiempo de ponernos a hacer entrevistas, le dije, tenemos el tiempo encima, yo aprendo. Me volvió a hacer la cara de desaprobación.
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A Manuel no le quedó de otra. Necesitaba chalán. Con él aprendí de plomería, carpintería, enjarre, a conectar con la red de cloaca, la importancia de los castillos en los muros, la diferencia entre grava fina y grava gruesa, pero, sobre todo, a saborear la hora de la comida con un puñado de tortillas recién hechas, un botellón de Coca Cola, y algún guisado de huevo o frijoles.
Manuel hablaba español básico. Había vivido toda su vida en la comunidad de La Florecilla en Los Altos de Chiapas, comunidad Tzotzil. Sin embargo, me confesó haber pasado una temporada en Texas, buscando el pan, y me sorprendía con sus anglicismos esporádicos acompañados siempre de una sonrisa burlona. Conviví con él diariamente del alba al ocaso durante un par de semanas. Pasábamos el día riendo o sin hablar dependiendo de la tarea. A la hora de la comida Gaby siempre llegaba con un par de topers con comida, o Manuel sacaba su bolsa con frijoles. Era la mejor hora del día.
…
Las “2 semanas” terminaron siendo 3 o 4 (ya no recuerdo). Pero recuerdo esas largas horas en que me explicaba la diferencia entre el Tzotzil y el Tzeltal, en el miedo que le daba ir a San Juan Chamula, en el cuarto nuevo que estaba construyendo en casa y, además, me hablaba todo el día de sus hijos, y de su esposa. Siempre me dio la impresión de que en su casa mandaba su mujer. Tiempo después lo comprobé.
La construcción terminó por ser larga, pesada y costosa. Sin embargo, con las caras largas y al final del proyecto, Manuel, con voz nerviosa, me extendió invitación para ir a comer a su comunidad. En agradecimiento. Nos prometió a Gaby y a mi una gallina en mole que no podíamos rechazar. Le pregunté qué debíamos llevar, las Coca Colas respondió (con el tiempo descubrimos que las Coca Colas eran la moneda de cambio en Chiapas).
El viaje de casa a la comunidad de La Florecilla fue largo y tunoso -a pesar de la corta distancia. Atravesamos las veredas del bosque y la sierra como pudimos, siguiendo las indicaciones de Manuel. El camino era de tierra y monte. En aquél entonces no había Google Maps, ni GPS, ni la coña. No sabíamos dónde estábamos y llegamos cómo pudimos. Manuel salió de la esquina con una sonrisa enorme. Gaby había pasado la tarde buscando regalos para los niños: un triciclo atodamadre y un par de juguetes del mercado de artesanías.
Manuel estaba hinchado. Feliz. Enormemente pleno. La plenitud que le da a un hombre un mes de trabajo entero. Y nos hizo parte de ella. Nos acompaño a su casa y nos la presumió toda. El nuevo cuarto, la nueva reja de maderos, el huerto en el jardín, el televisor de 21 pulgadas, y el nuevo comal de la cocina. Faltaba la pintura, eso sí. Pero había prometido terminarla con el próximo mes de paga. De aquella puerta salió la esposa, de la que llevaba 4 semanas escuchando. Con un vestido de lana de borrego tradicional y una trenza con moño hasta las rodillas. Manuel, una vez más hinchado de orgullo, nos la presentó.
Tímida, y evitando verme a los ojos, nos invitó a pasar. Manuel nos sentó a la mesa. De la bolsa, además de las Coca Colas, saqué un seis de barrilitos para empezar el bailongo. Manuel, con esa sonrisita burlona tan suya, sacó a su vez un kilo de cacahuates recién tostados del mercado. Me presumió haberlos comprado para la ocasión. Lo sé porque no dejaba de mencionarlo. Aquella bolsa de cacahuates representaba casi 3 días de paga de toda su semana. Ese era Manuel. Así lo recuerdo.
Pasado el tiempo la mujer de Manuel dio instrucciones precisas de guardar los cacahuates. Ya habíamos tenido suficientes. Todos obedecimos al unísono. Y evitamos comentar al respecto.
A Gaby la invitaron a sentarse en el comal con las demás mujeres para hacer las tortillas. Sí, el patriarcado opresor y el machismo cultural y su putamadre. Que sí. Pero qué tortillas. Qué mole. Qué buena pachanga nos armamos.
…
Manuel tuvo razón. De empresarios no teníamos mucho. El negocio duró un par de meses solamente y de aquellos restauranteros solo queda el recuerdo frágil. ¡Ah! pero aquél mole y aquellos cacahuates. Cómo olvidarlos carajo. Vengo aquí, siete años después, a recordarlos como si de eso se hubiera tratado todo. Aquél viaje. Aquel sueño.
Aquél espacio.
bien preciado, me gusta leerte
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