Te nos has ido,
no al mundo
ni a su gente
sino a nosotros.
No sabemos a dónde
ni con quién
o hasta cuándo.
Pero los días ahora serán distintos
-cómo no podrían ser distintos-.
Fuiste, en el más grande de los escenarios,
en este escenario confuso que es la vida:
nuestro faro, nuestro norte.
Dormimos tristes el día de tu muerte abuelo
pero amanecimos vivos para enterrarte.
Para eso amanecimos ese día:
para archivarte en un mueble,
para ocultar en una caja oscura las cenizas de lo que fuiste.
Te encerramos ahí para siempre.
Te guardamos ahí
como se guarda una bolsa de café en la alacena,
como se guardan los zapatos en la gaveta,
como se guardan todas las cosas que no podemos cargar con nosotros.
No sé qué hacer con eso
ni quiero saber.
Tenías tanto miedo a morir
que no te has enterado que has muerto.
¿Sabes que has muerto?
o sigues ahí acostado
en la camilla del hospital
esperando despertar de un sueño.
Un sueño de infinitos huertos,
de enchiladas con mole,
y recuerdos largos.
¿Sigues esperando despertar?
para saludarnos,
para abrir los ojos y preguntar por la abuela.
Para atiborrarnos con tus incesantes preguntas,
para derramar una lágrima por que has despertado vivo,
por que has regresado a esta existencia que tanto amaste
y a la que tanto te aferraste.
No sé porqué encuentro tanto alivio en eso,
en que no te hayas enterado de tu muerte.
Ojalá nunca te enteres,
no sabría que hacer si te enteraras abuelo.
Yo no creía en los hombres,
jamás he creído en los hombres.
Esos que construyen con las manos y el corazón.
Esos que construyen para otros y no para sí mismos.
Qué equivocado estaba Tata.
Siempre venciste al sol,
lo venciste durante 87 años.
Comenzabas los días primero que él.
Abrías los ojos primero que él.
Como si fuera tu deber iniciar antes que nadie
o que todo.
Esas fueron tus jornadas
todas.
Tempranas y prematuras,
provechosas.
Te levantaste siempre a las 5 de la mañana.
No para sacarles más jugo a los días
o hacerlos más útiles (ahora lo sé),
sino para disfrutarlos más que nadie,
para vivirlos largamente.
Hay un misterio gigante entre tus 5 de la mañana
y nuestra hora de despertar,
en las que habitabas el mundo solo.
¿Qué hacías abuelo?
en ese silencio tan tuyo.
En esas horas diarias de soledad y rutina
mientras los demás dormíamos.
Sabíamos que hacías el jugo de toronja
y que tostabas el pan.
Que colabas el café después de tu caminata.
Que recogías el periódico de la puerta
y apartabas la sección principal.
Que limpiarías la cocina
y que te vestirías con precisión escrupulosa.
Que esperarías desesperadamente
hasta que alguien te recogiera para llevarte al trabajo
(ese que te negaste a dejar hasta el último de tus días),
que te despedirías al quince para las ocho
y que regresarías al quince para las dos.
Creíamos saber tanto de ti
¿nos faltó algo Tata?,
dinos si nos faltó algo.
Enterraste a tu hijo,
como te enterramos nosotros a ti,
y te enterraste un poco junto con él.
Nada nunca volvió a su lugar,
y vaya que el café ha sabido diferente desde entonces.
Y los días,
y también las noches,
y sobre todo la casa,
la maldita casa,
todo ha cambiado.
No sabíamos que la vida se podía llenar de tantos huecos
y de tanto aire con espacio en medio.
Pensamos -tontamente- que seríamos eternos,
que siempre habría sobremesa en la cocina,
café en el termo,
cerveza en la hielera,
y tío Luis.
Como hemos estado equivocados todos abuelo.
Tuviste un amorío obstinado con el tiempo,
con los segundos que transcurren como gotas.
Amabas contar el tiempo, ser el tiempo,
domarlo.
Si algo odiaste en esta vida
fue llegar tarde.
Fuiste un minutero de brazos amplios
y ojos mansos.
Una manecilla que no supo hacer otra cosa más que amarnos,
a plenitud de sus segundos.
Quiero creer que llegabas temprano para querernos más tiempo.
Pasamos la mitad de nuestra infancia metidos en tu oficina
-a la que se suponía no debíamos entrar-,
y te hemos de confesar que siempre supimos la combinación de tu caja fuerte,
que no escondía nada más que facturas indescifrables
y lengüetas de calzado.
Sé que ahí vas,
en algún escondido lugar
con el sombrero en turno,
con las gafas de gota a media sombra,
las botas negras de charol reluciente,
el chaleco bien abotonado,
el bastón de madera liso
y el reloj adelantado para jamás llegar tarde.
Hoy existimos hijos
y doctores, y arquitectos,
y refugiados,
y madres, y hermanos,
y muchos hogares
con mascotas, y sobremesas, y asadores, y jardines,
y existe existencia gracias a ti.
Aquí la enseñanza más honda
(lo que realmente aprendí de ti):
el mundo no es política
ni ideología
ni repisa de trofeos,
es un campo azul inmenso que se llena de crónicas,
tazas de café y familia.
Podrás estar tranquilo abuelo,
que te hemos aprendido bien la lección.
Por nuestra parte procuraremos tener siempre el termo lleno,
pasar a regar de vez en cuando las plantas del jardín,
y abrazar mucho a la abuela.
Recordaremos,
hasta el final de nuestros días,
que tus años fueron nuestros.
Que alguna vez fuimos zapateros,
y que ese sillón de la sala,
fue solamente tuyo.
Que fuimos tuyos.
Me encanto!
muy bonito 😀 .. para una excelente persona siempre en mi corazon don antonio :*